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viernes, 17 de abril de 2009

Evocaciones y recuerdos

La tarde estaba pálida y fresca. El sol a punto de caer tras los cerros haciéndolos reventar cepa a cepa en su jugoso fruto. Yo paseaba entre lujuriosos racimos con una media luna dibujada ya, tímida, por encima del ho­rizonte. Los grillos comenzaban su monótono concierto.
De pronto fue como si en un instante se fundieran pre­sente, pasado y futuro, como si los eternos mitos del pa­sado se proyectaran hacia un futuro incierto llenándolo todo de tristeza y añoranza.
- ¡Vamos, más de prisa! No dejarse atrás ni un raci­mo. Esa canasta, más llena todavía.- Era el señorito; a lomos de una mula, con un raído aparejo, iba y venía por entre la inmensa cuadrilla de hombres, mujeres y niños que con extraña avidez cortaban los dorados raci­mos a punto de estallar en un caldo dulzón y pegajoso. Más al fondo, junto a la linde, una reata de mulos, bu­rros y algún que otro carro esperaban con sus cestos de vareta ver completada su carga para dirigirse al lagar. Los "pisaores", en las prensas, con un arte y esmero aprendidos de sus padres, iban sacando chorro a cho­rro, gota a gota, todo el caldo hasta llenar los pozuelos de mosto y el ambiente de olor a vendimia: ese olor que termina por penetrar todo el cuerpo, por impregnarlo todo. En el pueblo había bullicio. Los lagares estaban a tope y los cestos eran pesados uno a uno antes de va­ciarlos en la prensa.
Caminé lentamente entre las cepas pero sólo vi una tierra seca y arcillosa. Aquella estampa del pasado pe­saba sobre mi mente como una evocación de los tra­bajadores que han construido esta tierra. ¿Qué secretos no guardarán estos campos, labrados a fuerza de sudor y vidas de jornaleros dejadas a jirones tras los surcos re­cién abiertos? Su muda elocuencia me hablaba de an­cestrales luchas, pasiones agitadas al calor del vino, es­clavitud de hombre de la gleba. Tierra de arcilla y al­fareros.
Mi mente me trajo recuerdos infantiles: olor a barro cocido, a ladrillos, tejas y yeso recién salidos del horno; juegos de niños con barro, estatuillas de tierra-blanca; casas de barro apisonado... Vi una gran calzada romana cruzando con su perfecto empedrado aquellos fér­tiles pagos a donde el dios Baco con su padre Júpiter, el seductor, había trasladado su Olimpo. Figuras de pie­dra y barro bordean la amplia vía. Lujosos monumen­tos funerarios jalonan la calzada ante las puertas de lujosas villas: apolos, bacos, ceres, venus, y bustos de emperadores se prodigan por doquier; ídolos de piedra y de barro sacados de la tierra. Luego, recuerdos de imágenes de Semana Santa entre largas filas de penitentes; olor a cera y a bengalas. Aquel sayón de mirada fiera y ma­no airada me hacia sentir un miedo enorme, y aquel Cris­to yaciente, en sepulcro custodiado por guardias, me im­ponía, más que respeto, temor.
Pero, ¿qué sentido tendría todo aquello? ¿Qué relación habría entre aquellos dioses, sus luchas y pasiones mitológicas y mis recuerdos infantiles? ¿Por qué esa mezcla de imágenes y recuerdos? ¿Sería el mito la explicación del pasado, justificación del presente e incluso revelación del futuro? Cuando pasado, presente y futuro se mezclan, el tiempo gravita todo sobre un instante en un intento de dominar el universo. Y ese instante lo veo ahora envuelto en sangre: sangre de jornaleros, pequeños propietarios y aparceros; sangre como tributo por la posesión de la tierra, porque la tierra sólo la poseen los muertos...
Y el pasado seguía imponiéndome imágenes de muertos y sangre que se mezclaban con la tierra. De Aguilar y Montilla, camino de Lucena y Loja, venían las huestes cristianas, los ejércitos del castellano invasor arrasándolo todo. Humildes casas de labor y algunas chozas se extendían por aquellos pagos habitadas por laboriosos musulmanes que trabajaban la tierra con sus manos. Antes de que aquel grupo de pacíficos trabajadores alcanzasen las colinas en su huida, caballos, jinetes, infantes y lanceros habían cercado los humildes caseríos y la sangre árabe se mezcló con la arcilla. Sangre y arcilla: barro para los ídolos y estatuas, barro para construir las iglesias de los nuevos dueños...
Miré el cielo y la media luna se fue apagando. Enmudecieron los grillos; las amapolas palidecieron y dieron su color a la tierra. Las carrihuelas callaron sus campanitas de plata; el triste mochuelo se refugió en su chueco y el tímido verderón escaló la alambrada: la tierra era ya toda roja y yo pensé que había vivido siglos paseando entre aquellas cepas, por aquella tierra seca y arcillosa. Un jornalero cavaba aún el pie de una planta. Me acerqué y quise tocar su raíz... Se me deshizo entre los dedos empapada en un extraño líquido rojizo. El labrador arrugó la frente, movió la cabeza y recogiendo la talega con los restos de su vianda, azada al hombro, me dejó solo con mi presente triste y mi futuro incierto.
A. C.
(Publicado en "Moriles", Revista de Feria, 1986. )

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