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domingo, 19 de abril de 2009

Desde París: Recuerdos e impresiones




Por Antonio Cortés Cortés
Cronista Oficial de Moriles

Con éste, son ya dos años de ausencia en nuestra Feria. Dos años consecutivos son mucho tiempo cuando se ama una tierra, cuando se comprende que la Feria no es solamente unos días más de fiesta (en el año tenemos muchas oca­siones para hacer la fiesta, ir a la fiesta o soportarla fiesta); es mu­cho tiempo porque la Feria es la Fiesta de todos, la fiesta de los presentes y también, afortunadamente, de los ausentes, "los que se fueron", como hemos escrito en alguna ocasión. Al escribir para nuestra Revista pienso en mi ausencia, en que no voy a estar presente esos días grandes para todo el pueblo. El año pasado, cuando Paca Contreras pregonaba nuestras Fiestas, yo le escribía que, aunque ausente, me iba a sentir entre aquel público que le aplaudiría, que habría un cora­zón más, como tantos otros años en aquel entrañable local del "Cine de Muriana", como le decíamos antes, o de la "Asociación de Veci­nos", como le decimos hoy. Por eso, porque la Feria es la otra Fies­ta, la diferente; es la fiesta de to­dos.

Las ferias han aparecido unidas a la expresión cultural de los pue­blos. Por eso, estos días, junto a la diversión aparece siempre un as­pecto cultural, algo que refleja la forma de ser, la idiosincrasia de nuestro pueblo, de nuestra gente. Por eso también esta Revista reco­ge, junto al programa de festejos, otras muchas facetas de la vida municipal, de los deportes, de la cultura en general.

Y es que Moriles es un pueblo que, aunque joven, comienza a tener su propia personalidad, su propio peso específico. Moriles cuenta ya en el mundo de la cultura de los pueblos, estos pueblos que, no por grandes o pequeños, son mejores ni peores, ni más adelantados ni más atrasados, ni más cultos ni más incultos, ni más dignos ni menos dignos. Pueblos pequeños, como Moriles, que merecen la misma con­sideración, el mismo respeto que otros más grandes. Hoy han desa­parecido aquellas grandes diferen­cias culturales entre medios rura­les y urbanos. Las modas, los hábitos y las costumbres se han generali­zado; la gente es la misma en todas partes. El espíritu y la dignidad de los pueblos y de las gentes son siempre los mismos independien­temente del medio rural o urbano. Es más, los pueblos pequeños pre­sentan hoy ciertas ventajas que la gente de la ciudad quiere aprove­char con el siguiente lema: “Trabajar en la ciudad y vivir en el pueblo".

Es la misma gente con las mis­mas preocupaciones, los mismos intereses, las mismas luchas, las mismas alegrías. Los pueblos guardan aún un tesoro muy impor­tante en el campo de las relaciones humanas: la comunicación. En las grandes aglomeraciones urbanas cada vez hay más víctimas de la incomunicación que van cayendo en un gregarismo despersonaliza­do, en una masifícación total: es el precio de una civilización que tiende a destruir la comunicación personal, el tú a tú, la tertulia de ami­gos, la postura crítica ante la vida, sustituyéndola por la incomunica­ción, por otra forma de relacionarse masificada, acrítica e impersonal.

Todas estas reflexiones me trasladan a mi vida en París donde no me falta el recuerdo continuo de mi pueblo, de mi gente. Pasear por las calles de París es una experiencia maravillosa, es abrir el fascinante libro de la jungla humana, es meter­se en la gran máquina de la ciudad, vivir la aventura de la incomunicación en el interior de un enorme enjambre de personas donde todo está marcado, todo va previsto. Son millones de desconocidos que conviven, millones de piececitas de un gigantesco engranaje que funciona a la perfección. Es la lucha de la individualidad frente a lo marcado, lo previsto. París es la locura. A veces me paro en una esquina y me limito a observar a la gente, su aspecto y su conducta, a mirar simplemente lo que ocurre en la calle. Entonces tengo la impresión de que estoy en cualquier parte, Moriles, París o la selva del Amazonas, no importa dónde, y com­prendo que lo que veo es exactamente lo que pienso.

Por la tarde, junto al Sena, ilumi­nados los "quais" entre la bruma por enormes farolas, siento cómo mis pensamientos, mi nostalgia son arrastrados desde la "rive gauche" por aquellas aguas oscuras, bajo los puentes (siempre hay alguien sobre los puentes, un turista curioso, una pareja de enamorados, alguien apresurado que cruza, dejando sobre el agua su curiosidad, sus besos, su indiferencia, su prisa o su estrés). Y quedo vacío de todo, en una calma total, sintiéndome al mismo tiempo lejos y cerca de todo, de París y de mi tierra. El espacio no tiene importancia sobre el Sena. Tampoco el tiempo existe junto al río; sus aguas se han llevado el tic­tac de nuestra angustia y queda­mos un instante, unos minutos, un siglo, sumidos en el tibio abrazo de la bruma y el pálido reflejo de las farolas.

Cruzo el río por el Pont au Dou­ble después de caminar desde la Place Saint-Michel. La fachada derecha de Notre Dame envuelta en la penumbra, enigmática, y sus dos torres principales me sobreco­gen y no puedo evitar el recuerdo de Cuasimodo y la gitana Esmeral­da. Pero los grupos de estudiantes jóvenes que llenan la Place du Parvis Notre Dame con los “flashes” de sus cámaras fotográficas y sus latas de coca cola me hacen recordar que estoy en el corazón de París, l'lle de la Cité, del París monumental y turístico (París-Moriles, 1.750 Km. "Pero ¿qué hago yo aquí?) El sentimiento de soledad y lejanía me empuja a cruzar la puerta y sumergirme en ese mundo de misterio que es el interior de la catedral. Ya es tarde y está finali­zando el concierto de órgano de los domingos. Las bóvedas, el crucero, van quedando sumidos en la penumbra y se comienza a desalojar las naves en un leve rumor que parece salir de las piedras de cada columna. Es incomprensible la sensación de espiritualidad, de inmaterialidad creada con tanta tonelada de piedra. Espíritu y materia conviven desde hace siglos bajo aquellas bóvedas como la Bella y la Bestia, como la Gitana y el Jorobado.

Después de pasar a la “rive droite" por el puente d'Arcole, camino hasta el Hotel de Ville a tomar el Metro para el regreso. La noche es fría en París. La estación de Metro es cálida y algún "clochard" se ha refugiado ya en ella con su botella de tinto y su eterno "Gauloise" en los labios. El Metro es el otro mundo de París, es el otro París, el subterráneo. Es un mundo de hormigas humanas aparentemente revuelto, en desorden, pero donde todo fun­ciona con una metodicidad extraordinaria. A esas horas, reina una gran calma en los largos túneles que conducen al andén donde la gente espera sin prisas el próximo convoy. Hay alguien que rompe el silencio de la espera y cuenta a los presentes, en alta voz, la desgra­cia de su vida, de su soledad; una señora, algo mayor y gafas oscu­ras, inicia una melodía con un acordeón. Nadie parece escuchar ni una cosa ni la otra y con indiferencia, como ausentes, en un acto mecánico, se acomodan en el inte­rior del primer tren que acaba de entrar en dirección a Pont de Neuilly, ahogando las lamentaciones del primero y la desafinada melodía de la segunda. La señal sonora anun­cia el cierre automático de las puertas y partimos -silencio completo en el vagón- cada uno con sus pensa­mientos y su oscuro destino hacia una noche que comienza en el corazón de París.

Y pienso de nuevo en mi pueblo, en la gente que se saluda por la calle, que se pregunta por la salud o por la familia, o en esos momentos de copas en la taberna o en el bar, donde no hay prisas ni angustias ni estrés. Nuestros pueblos conservan un precioso tesoro en esta tradición de las ferias que mantienen la maravillosa y sana cultura del ocio y las relaciones humanas tan necesarias hoy en esta civilización de la incomunicación, de la desconfianza y del miedo a los demás. Moriles guarda ese tesoro en su Feria; una Feria, como dije antes, de todos y para todos, independientemente de que tenga lugar en el Centro o en las afueras del pueblo, de que comience el cuatro o el siete de octubre, ¡qué más da! La Feria está ahí y aquí estamos nosotros para vivirla y transmitirla, para celebrar esta gran fiesta de la comunicación, de la paz, de la alegría de vivir, y cerrar el paso a esa otra civilización que nos invade de la incomunicación, el estrés, la prisa o la agresividad.
(Publicado en Moriles, Revista de Feria 1991)

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El origen de Moriles en el recuerdo de Paula Contreras

En julio de 1984 (tenía entonces 73 años), Paula Contreras, accediendo a una petición mía, plasmaba sus primeros recuerdos sobre Moriles en una densa y amplia carta que, por su contenido, creo debo poner al alcance de todos los seguidores de este blog. La divido en cinco páginas según su contenido.