A medida que
nos vamos haciendo mayores y nos creemos ya con un bagaje acumulado de
conocimientos y experiencias, nos da por pensar en el futuro, en ese momento en
que ya no estemos, e imaginamos entonces cómo superviviríamos en el recuerdo de
los que nos rodearon y convivieron con nosotros. Nos agrada pensar que
perduraremos en su memoria, y, por otro lado, nos entristece caer en el olvido.
A los pueblos les sucede lo mismo, a medida que se van enriqueciendo en
historia surge el problema de cómo se recuerda o se interpreta esa historia por
las generaciones venideras. Por eso hay quienes han escrito sus propias memorias
para la posteridad y otros se encargan de dejar constancia de los hechos
históricos de los pueblos.
Realmente la
vida se desarrolla entre la memoria y el olvido que, según el escritor inglés
Samuel Butler (1835-1902), son como la vida y la muerte; recordar es vivir y
olvidar es morir; la memoria es la vida y el olvido sería la muerte. Por eso
solemos pensar que no moriremos totalmente mientras haya quien nos recuerde y
nos libre del olvido. Cuando nadie nos recuerde habremos muerto definitivamente.
Por eso suelo
pensar que la verdadera memoria, tanto personal como de los propios pueblos, la
que nos perpetúe en el tiempo, es la que dejemos en la vida de los demás como una
huella indeleble que permanezca tanto en la mente de cuantos se relacionaron
con nosotros (familia, compañeros, amigos, clientes, alumnos…) como en la misma
memoria colectiva de la sociedad. En el humanismo prerrenacentista, Jorge
Manrique, en sus “Coplas a la muerte de su padre”, hablaba de esa
memoria, conocida como “vida de la fama”, que llega a ser una forma de
perduración en el tiempo y a la que se llega después de dejar tras de sí una
vida de honor, heroísmo y virtudes humanas que perviven tras la muerte.
Como hemos
visto, los pueblos también tienen su memoria, la de los hechos que los han ido
forjando a lo largo de la historia y, por lo tanto, están expuestos a ser
víctimas del olvido. Y esto me lleva a pensar en nuestro pueblo, Moriles, que es
ya una comunidad que ha dejado una larga historia tras de sí, de la que,
desafortunadamente, sólo nos ha llegado un breve período de tiempo. El resto ha
desaparecido; hemos perdido su memoria. Es como si la peste del olvido hubiese
arrasado tantas vidas y tantas obras de miles de personajes anónimos que nos
precedieron en su historia. En “Cien años de soledad” García Márquez nos
narra cómo la peste del olvido azotó la mítica aldea de Macondo haciendo que
nadie se reconociera a sí mismo y cómo José Arcadio Buendía inventó unos trucos
para que la gente no perdiese la memoria. Macondo hubiera desaparecido en el
olvido, pero, finalmente, el brebaje del gitano Melquíades obró el milagro y Macondo
pudo recuperar su memoria.
Es cierto que, en un momento u otro de nuestra
vida, seremos víctimas del olvido, como Macondo, pero, como dice Mario Benedetti,
“El olvido está lleno de memoria”, es decir, el olvido es como la niebla
que no nos deja ver el paisaje, pero cuando aquélla se disipa, surge de nuevo
la memoria. Moriles debe también recuperar su memoria y rescatar del olvido
esos pasajes maravillosos de su historia escritos con el sudor y el trabajo de
sus habitantes, pero todavía ocultos en la niebla del tiempo.
Desde aquí
animo, por tanto, a esta nueva y joven generación de morilenses amantes de la
Historia y de su pueblo a que no dejen de ahondar en la historia de la antigua
aldea de Zapateros, en sus orígenes moriscos y medievales y remontarse incluso
a las primeras poblaciones y culturas que habitaron estos pagos. Es la única
forma de encontrar nuestra propia identidad. Entre todos debemos recuperar la
historia de nuestro pueblo, recuperar su memoria y sacarla definitivamente del
olvido.
Pero hay un
tipo de memoria a la que debemos prestar atención: la que se sitúa entre el
recuerdo y la ficción. Más que memoria es invención, llegando a ser un
mecanismo de defensa cuando los hechos que vamos a narrar son más bien fruto de
la fabulación al no saber si son reales, o bien se inventaron hace tanto tiempo
que ya creemos que sucedieron realmente. Es un tipo de memoria inventada e
impuesta a la que a veces recurrimos para justificar nuestros propios intereses,
nuestras mentiras o nuestro exceso de fantasía. La historia de los pueblos
también sufre esa distorsión de la verdad. Fue también Samuel Butler quien
dijo: “Dios no puede modificar el pasado, pero los historiadores, sí.”
Cuidado con esos
pseudohistoriadores que padecen de amnesia voluntaria, que borran o inventan
datos y hechos históricos a su antojo. Milan Kundera, en “El libro de la
risa y la memoria” habla de la amnesia de la memoria. El olvido se
convierte en un intento de reescribir la propia autobiografía, cambiar el
pasado, borrar las propias huellas, tato a nivel personal como de la propia
colectividad. En realidad, esto sucede porque el ser humano es muy propenso al
olvido Es el llamado efecto computadora: borramos memoria de nuestro disco duro
de los datos que no nos interesa conservar. El poder totalitario utiliza este
método para reinventar y reescribir la historia de los pueblos a los que domina
sabiendo que pronto la historia verdadera será olvidada y sustituida por la
nueva verdad. Por eso la lucha contra el poder se convierte también en lucha de
la memoria contra el olvido.
Pero no toda ficción literaria tiene por qué
ser negativa. Memoria y olvido, en su aspecto creativo, pueden estar en el
origen del mito o la leyenda, aportando datos mágicos que enriquecen la propia
realidad. El mito es la poesía de la historia y en este mundo del mito yo
situaría la Obra literaria de nuestra paisana Paula Contreras cuando se refiere
a Moriles o Zapateros. En sus obras ella ha conseguido crear unos personajes,
nacidos de la maravillosa memoria que ella guardaba en los recuerdos de su
niñez, que trascienden la propia historia real, rescatando la que no está
escrita en los archivos ni en los libros, sino en las gentes, en los campos, en
el ambiente, en el aire... En sus “Historias de un pueblo sin historia”,
Paula ahonda en nuestras raíces como pueblo. Todos los lugares de la antigua
aldea de los Zapateros están en su obra desde siempre y para siempre y todos sus
personajes (Tole, María, José Manuel, Crucita, Morachita, María Victoria, don
Diego, Dolores, Ramón, Dieguito, don Emilio y el tío Goro) siguen vivos en esas
maravillosas páginas porque cuando ellos hablan no son ellos sino la misma
tierra de la antigua aldea que quedó grabada en la memoria de su autora y hoy
nos ha quedado para siempre hecha libro, hecha vida y hecha poesía.
Ojalá veamos
pronto que la memoria de nuestro pueblo, entre el mito y la historia, salga del
olvido y se vaya llenando de nueva y auténtica vida. Entre todos debemos poner
nuestro granito de arena; unos con la investigación histórica, otros con la
creación artística o literaria, los organismos públicos con la promoción, publicación
y difusión de las obras y todos con el estudio, el aprendizaje y la lectura de todo
lo relativo al pasado de nuestro pueblo, Moriles. En esa tarea estamos y que no
decaiga.