¿Os ha pasado alguna vez que después de un
sueño muy profundo, cuando despiertas, no sabes dónde te encuentras?
Pues
así estoy ahora, después de un tiempo sumido en una larga y casi mortal modorra
alienante -el sueño es lo más parecido a la muerte-. En mi adormecimiento soñaba
con un mundo feliz habitado por gente también feliz que vivía bajo la
protección de un omnipresente y todopoderoso Ser, como en la Isla Misteriosa de Julio Verne,
donde cada mañana aparecían sobre la arena de la playa víveres y todo lo
necesario para superar las dificultades del día. Era como una gran prisión
aceptada libremente a cambio de vivir en felicidad, de tener la vida completamente
resuelta.
Pero
un sordo ruido de fondo acabó por despertarme como quien sale de una profunda y
oscura caverna, y realmente ahora no atino a describir dónde me encuentro. De
mi sueño feliz y alienante he pasado a unas terribles e inquietantes pesadillas,
como de una mala digestión, en las que se mezclan desordenadamente una Europa agonizante
bajo los nuevos tanques totalitarios del poder y del dinero; un viejo y querido
pueblo -el que hace veintiséis siglos ya consiguió el más alto nivel cultural y
democrático de la humanidad- intentando liberarse del saqueo impuesto por los
poderes económicos de los mercados; cinco años de guerra que han destruido un
país lanzando a sus habitantes a una huida angustiosa y desesperada por
aferrarse a la vida y que sólo consiguen llenar el Mediterráneo de cadáveres y arrastrar
por una Europa hostil el horror que provoca la angustia y la desesperación
(¿habrá vallas en el mundo que puedan contener este horroroso “éxodo a ninguna
parte”?), y por último, un país –creo que donde ahora dormito y sufro mis
pesadillas- harto y desilusionado, engañado por gobernantes corruptos, que ríen
y disfrutan -sus panzas y sus haciendas bien llenas- como buitres, a costa de la
salud, la educación y el bienestar de los ciudadanos.
Busco
un momento de lucidez en mi confusión y escucho, perplejo, una especie de discurso
estúpido donde alguien habla de un país –no sé de qué país habla- que se ha
salvado gracias a su gobierno. Oigo otros charlatanes que parece que también hablan
de ese mismo país, del que ahora consigo recordar su nombre. Hablan de miseria,
paro, corrupción y saqueo del estado de bienestar.
En
este breve momento de lucidez puedo recordar una España que se hunde, saqueada
por quienes dicen ser sus salvadores, cuando en realidad la mantienen vendida a
los nuevos poderes económicos. Consigo escuchar a los que dicen oponerse a este
sistema que instaló la corrupción en el poder –antes representaron la esperanza
del pueblo que defendía su paz y su pan- y los veo enfrentados entre sí –o
conmigo o contra mí- mientras, desde el lado opuesto, se orquestan campañas de
descrédito, de miedo a lo rojo, a lo bolivariano, al apocalipsis.

Me
desconcierto y sigo sin saber dónde me encuentro. ¿Habré vuelto otra vez al
mundo de mis sueños? ¿Seguiré aún prisionero en el interior de esta caverna,
soñando mundos felices, comprados a cambio de la libertad? Fuera están las
pesadillas de la Europa que agoniza bajo los tanques del poder; de aquel viejo
y querido pueblo que lucha por liberarse de los mercados; la guerra que ha
originado el mayor éxodo de la historia lanzándolo a estrellarse contra las
alambradas y la insolidaridad, y esta España nuestra que se debate entre el
poder económico de las oligarquías y la búsqueda del bienestar de todos.
De
pronto, me ha venido a la memoria el mito de la caverna de Platón. Encerrados en
esta profunda y oscura caverna sin ver más que los falsos reflejos que nos
llegan del exterior, no sabemos si vivimos o soñamos, y nos aferramos a ellos
como la única verdad, olvidando la vida real. Por eso hay que despertar, salir
de ese sueño alienante que nos encadena como a los personajes de la caverna y
tomar conciencia de la vida real. Como escribía Antonio Machado:
“Tras el vivir y el soñar
está lo que más importa:
despertar.”